sábado, diciembre 31, 2022

hacia el final

 

El año va llegando a su final y los días se aflojan, se destensan. Hemos dejado de remar y el bote se desliza por sí solo hasta la orilla. Una comprobación de última hora y nuestras cosas a la espalda. Solo queda saltar al agua, a tierra firme. Mañas del recomienzo.

 

martes, diciembre 20, 2022

ted hughes / el zorro del pensamiento

 

 

Imagino este momento en el bosque, a medianoche:

algo más está con vida

junto a la soledad del reloj

y esta página en blanco que mis dedos recorren.

 

No hay lucero en la ventana:

algo más cercano

pero más sumido en la negrura

se adentra en la soledad:

 

con el frescor, con la delicadeza de la nieve sombría,

el hocico de un zorro tienta ramitas, hojas;

dos ojos sirven a un andar

que ahora mismo, y ahora, y de nuevo ahora

 

imprime huellas nítidas en la nieve

junto a los árboles, y cautelosa una débil

sombra se rezaga entre tocón y el vacío

de un cuerpo que osa deslizarse

 

de claro en claro, un ojo,

un verdor que se abisma y se dilata

brillante, concentradamente,

avanzando a su aire

 

y entonces, con un brusco, intenso, cálido tufo a zorro,

ingresa en el oscuro hoyo de la cabeza.

En la ventana no hay estrellas; late el reloj,

la página está impresa.

 

 

trad. J. D. / el original, aquí


domingo, diciembre 11, 2022

la nave del último viaje

 

 

Lo dijo Miguel Hernández con timbre de canción popular: «Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor». Si la poesía, entre otras cosas, es un viaje, una búsqueda de sentido, en el origen ese viaje fue un descenso a las regiones donde moran los muertos para reencontrarse con la figura amada y devolverla a nuestro mundo: a Gilgamesh no le basta con llorar la muerte de Enkidu, debe emprender una marcha a los confines de la tierra para encontrar la inmortalidad; Orfeo baja al inframundo para recuperar a Eurídice, conmoviendo al mismo Hades con su canto. Pero la prohibición de no volver los ojos es, en el fondo, un aviso: que tu canción mire atrás y se ocupe del pasado es la confirmación misma de la pérdida. La elegía certifica el destino del amigo muerto, aunque el poeta se afane en «minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte».

 

Mientras el mundo estuvo bien hecho y contenido en el edificio de los credos religiosos y las visiones de totalidad, la muerte era el cimiento mismo del edificio, el mar al que van a parar los ríos de la vida. La elegía era un panteón funerario, el relato celebratorio de las virtudes y logros del difunto, y acaso también una vía de consuelo moral y de aprendizaje de la propia muerte. Todo estalló con la modernidad. Cuando muere su hijo Anatole, Mallarmé intenta escribir «una tumba poética», un memorial. Como explica Paul Auster, «quiere transmutar a Anatole en palabras y de ese modo prolongarle la vida». Su empresa es la de quien acepta la muerte moderna, «o sea, la muerte sin Dios, la muerte sin esperanza de salvación», y trata de que la poesía haga el trabajo de la fe religiosa. Su fracaso, los 202 fragmentos de Para una tumba de Anatole, es un aviso a navegantes, pero también algo más: un signo de los tiempos.

 

Desde entonces, el fragmento ha sido el modo en que el poeta ha registrado la presencia de la parca: astillas de frases y palabras, rebabas de un trabajo incesante de gubia y formón sobre la página. Y siempre, donde estaba el cielo, una campana de silencio, como la que parece flotar sobre el Paisaje con pájaros amarillos de Valente. Uno de los primeros en romper este impasse fue el norteamericano Donald Hall con Without (1998), libro deslumbrante dedicado a la muerte de su esposa, la también poeta Jane Kenyon. Hall conoce bien la tradición moderna, pero prefiere enlazar con otros linajes: el oriental, por ejemplo, o el suyo propio con su gusto por lo concreto, lo doméstico, los pequeños detalles, la naturaleza. Por ahí, viene a decirnos, hay una salida, un comienzo de salvación: en la humildad y el cuidado, en romper con los espectros tiránicos del yo deseante, en no pedirle al mundo lo que no puede darnos.

 

Un año y tres meses sigue visiblemente la estela del libro de Hall, pero a la manera de su autor, más visiblemente retórica, menos ligada a las hechuras del mundo. En sus 25 poemas, Luis García Montero registra la presencia de la muerte en el día a día de sus protagonistas, signado por los ritmos de la ciudad, el trabajo cotidiano y los afectos domésticos. Es el cuaderno de bitácora de un combate sostenido con la enfermedad y la muerte que no termina en derrota, porque esos días finales, afirma, son «ahora, recordados, / los más felices de mi vida». La emoción de estos versos es sincera y el resultado, por momentos, conmovedor. Nos apiadamos del hombre, sentimos con él; mala cosa seríamos si el dolor ajeno dejara de impresionarnos. Y sin embargo… Lo peor que le puede pasar a un poema es que un exceso de barniz retórico nos haga dudar de la veracidad de los sentimientos, y eso es justo lo que ocurre aquí. Extraña, en efecto, la insistencia del versificador experto en dar al material el acabado de costumbre. Es como si el libro estuviera escrito por dos manos, dos voces que se turnan sin fundirse del todo: el hombre en carne viva; el poeta que se obstina en vestir u ocultar su desnudez sin lograrlo.

 

En «De Madrid a Lima», por ejemplo, el avión se convierte en un barco fantasma, una nave de muertos: «Noche rígida y muda de pasillos, / una hilera de cuerpos / hacia ningún lugar». Es una visión del espanto que el poeta conjura en pocos versos, con la fuerza de una pesadilla. Ahí está el núcleo emocional del libro: la muerte llega y todo pierde sustancia, la vida se vuelve irreal y parece que no hacemos pie; chapoteamos en el «agua negra» de la que habla en otro poema. Surge así la tentación consoladora: «Llamaré / cuando llegue al hotel para decirte / […] que todo está tranquilo, / que tengo ganas de volver a casa». La imagen de partida es pánica, visceral, intuitiva; el cierre es voluntarioso y sentimental, pero su carácter postizo no borra ese miedo primero, que es donde tocamos hueso, y que vuelve innecesaria toda continuación. «La poesía no importa», dijo Eliot, subrayando tal vez que a ciertas verdades íntimas se llega por caminos –y con palabras– que recelan de ser poema.

 

 

Versión ampliada del artículo publicado el 9 de diciembre de 2002 en La Lectura.

 

 

 

miércoles, noviembre 30, 2022

para vivir aquí

 

 

En un poema de la escritora estadounidense Linda Pastan (1932), dos voces debaten sobre un precepto rabínico que prohíbe tocar a un moribundo, pero aclara (es una salvedad que no esperamos) que si su casa se incendia debe ser sacado de ella. La primera voz pregunta: «¿A quién podría tocar yo entonces, / no estamos todos / moribundos?». A lo que la segunda responde con «vieja sonrisa de conciliador»: «¿Pero no están todas nuestras casas / quemándose?».

 

Tengo la sensación de que la poesía de Olvido García Valdés es de las pocas entre nosotros que sostiene, como una balanza de dos platillos, la conciencia de esa doble amenaza, que en realidad es nuestro estado natural, la raíz patente de nuestra fraternidad: somos seres caducos, hechos para la muerte, pero entretanto vivimos, estamos vivos; y reconocemos ese mismo destino en todo aquello que nos rodea y comparte nuestro existir. Ese reconocimiento, ese sabernos fraternalmente entre las cosas, es lo que llamamos belleza en un sentido profundo (y es belleza porque es verdad, como dice Keats): «la hermosura, el sufrimiento, lo / que nos hace pertenecer siendo otros».

 

Este es el punto de partida. Y, a partir de ahí, se trata de acercar los ojos, los oídos, de estar alerta y mirar y escuchar con la perpetua curiosidad de quien sabe que la existencia se juega en este instante, ahora, sin lamentos ni elegías regresivas ni vagos futuribles. Se trata, en suma, de ensanchar el cauce de la vida –la propia, la de todos– y acoger, dar cobijo: «No puede / la carencia ser reparada mas no impide vivir, mide / cielos vuelos pulmonar ansia, dibuja / ramificaciones nerviosas…». La poesía de Olvido se juega en ese campo y con esas reglas: es una medición o inspección de los tiempos y espacios donde a pesar de todo podemos vivir, hallar briznas de asombro o de sentido, llenarnos los pulmones.

 

Es lo que ella misma, en su último libro, define como «gracia» y que tiene que ver con una cierta disposición de ánimo, una forma de estar en el mundo («voy por el mundo como en un sueño»), una confianza innata en la naturaleza misma de esas presencias que no dejan de estar con nosotros y acompañarnos: su variedad incesante, sus rasgos peculiares, el modo que tienen de hablar y de moverse, el detalle llamativo o incongruente… Pueden ser los animales, tan importantes aquí («todo lo que tiene alas es ángel, mosca / golondrina mirlo cucaracha –puede / volar–»), el mundo vegetal, las voces que se oyen por la calle («¿comiste ho?»), o un obrero que cojea bajo la luz lavada de Lisboa y que despierta intriga, curiosidad: «¿Por qué lo miras así, por qué / lo sientes cerca si está allá abajo?, ¿por qué cojea?».

 

La mayoría de los poetas nos dan una foto fija, una imagen estática. A veces esa imagen va acompañada de una sensación, una atmósfera que envuelve al lector y lo conduce a otro plano de lo real. Pero Olvido hace algo más: nos muestra una pequeña película, descompone la escena en planos minuciosos, a menudo abruptos, sin solución de continuidad, en los que parpadean dudas, apartes, preguntas. Aquí lo importante es la sintaxis, la estructura casi analítica del decir, que le permite deslindar con infinito miramiento cada detalle («ramificaciones nerviosas»), dosificando a su gusto las observaciones, el fluir de la emoción, jugando con la velocidad de la transiciones, que a veces son yuxtaposiciones violentas, como si jugara con piedrecitas y las hiciera entrechocar en su mano para crear un efecto de disonancia, de pensada cacofonía.

 

«El poema es en sí mismo soledad / tiene contacto con lo vivo», dicen dos versos de su libro más reciente, Confía en la gracia. Es una soledad fraternal, pero también sanadora, porque el poema –la creación– le ofrece a la humanidad un conocimiento de sí, le dice cosas de sí misma, que no tendría de otra forma. Me parece que eso mismo es lo que Olvido quiere decirnos al final de tantas palabras: «recibe este objeto en tu corazón, mira / en él algo que ames, mira de nuevo».

 

Publicado en La Nueva España, 27 de noviembre de 2022

 

 


viernes, noviembre 18, 2022

en el bosque de los caminos que se cruzan

 
 

 

Transversal. Poesía alemana del siglo XXI, selección y edición de Cecilia Dreymüller, traducción de Teresa Ruiz Rosas y Cecilia Dreymüller, Barcelona, Tres Molins, 480 págs.

 

 

La publicación de esta amplia y reveladora antología bilingüe –171 poemas de veintisiete autores– viene a llenar uno de esos vacíos tan abundantes en nuestro mundo editorial. Más allá de un par de viejos títulos de Durs Grünbein y un cuaderno de Michael Krüger (y sin contar las aportaciones de los nobeles Handke, Grass, Herta Müller y Elfriede Jelinek), es muy poco lo que sabemos de la poesía que se escribe ahora mismo en los territorios de habla alemana. El subtítulo del volumen merece una aclaración: Poesía alemana del siglo XXI. No se trata de una muestra solo de poetas novísimos, sino de la poesía que en este siglo han escrito autores de todas las edades, desde la vienesa Friederike Mayröcker (1924-2021) hasta las jóvenes Nora Bossong (1982) y Ronya Othmann (1993). La selección y edición del material corre a cargo de Cecilia Dreymüller, quien traduce un tercio de los poemas. Los dos tercios restantes son responsabilidad de Teresa Ruiz Rosas, quien también colabora en la redacción de las breves notas de presentación de los poetas antologados.

 

El resultado es una cornucopia de propuestas que nos permite apreciar con claridad las divergencias entre creadores de generaciones y ámbitos geopolíticos distintos. La coherencia del conjunto está asegurada por el gusto experto y riguroso de Dreymüller, a quien debemos (entre otras joyas) la reciente edición de la poesía completa de Ingeborg Bachmann. Suya es, por ejemplo, la decisión de dejar fuera a Grünbein y a Hans Magnus Enzensberger, por ser «tan afamados [que] a sus obras no les hace falta este tipo de difusión». No sé si exagera la fama de Grünbein entre nosotros o el acceso a la lírica de Enzensberger más allá de sus libros divulgativos. Suyo es también un esfuerzo deliberado por incorporar nombres que solían estar fuera de los recuentos al uso o de colectivos célebres como el «Grupo 47». También relevante, por último, es el foco que la editora pone sobre los poetas que se educaron y empezaron a publicar, casi siempre con problemas, en la antigua RDA.

 

Resulta aleccionador comprobar una vez más hasta qué punto el aire de cada época, su tejido de valores y expectativas, condiciona el esfuerzo de sus hijos más aventajados. Si los autores nacidos antes de la segunda guerra mundial siguen bebiendo de las lecciones de la vanguardia, en especial de un expresionismo áspero y manchado de ironía trágica que incorpora el collage, las transiciones rápidas del cine y una actitud de sequedad y desmarque propia del arte conceptual, el paso de los años añade mesura y un tono más reflexivo y narrativo, cercano a la figuración. Es la distancia que separa, pongamos, a Volker Braun (Dresde, 1939) de Michael Krüger, nacido solo siete años más tarde. Poemas como «Lagerfeld» y «Catarrsis» –escrito en plena pandemia– son lecturas feroces y vitalistas que certifican a Braun como un gran satírico de las contradicciones de la modernidad. Krüger, por su parte, es más sutil y también más clásico, pero no menos feroz, capaz de asumir sus propios errores y construir una reflexión compleja sobre las ideas de verdad o de sentido.

 

Presentar el trabajo de veintisiete poetas en pocas líneas es tarea imposible. Puedo decir que he disfrutado enormemente con la mirada quirúrgica y de hondo calado de Ursula Krechel (1947), capaz de dar la vuelta sin despeinarse al verso más conocido de Celan; la revitalización del sublime romántico en Michael Donhauser (1956); la reticencia persuasiva de Marion Poschmann (1969), que vivifica la poesía de la naturaleza; las ficciones distópicas de Silke Scheuermann (1973), en las que las imágenes rompen las costuras de la alegoría; o el vigor de Kerstin Preiwuß (1980), con palabras que parecen brotar a flor de piel, como una emanación más del cuerpo. En «Estudio de la ruina», soneto inverso de tono solo en apariencia descriptivo, Nora Bossong (1982) capta con maestría la atmósfera opresiva de los suburbios: «Aquí nada jamás estará a favor de los áster, / crecen solo trastos por la casa de atrás…». Es también, o así lo parece, una estampa tristemente irónica de la sociedad alemana de posguerra, como si dijera: después de todo, las cosas no han cambiado tanto.

 

Transversal es un mosaico de forzosa lectura para quien se interese por los hallazgos y desarrollos de la nueva poesía –los nuevos caminos del bosque– en Europa.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 21 de octubre de 2022.

 

 

 


 

viernes, noviembre 11, 2022

rafael cadenas, contención y reticencia

 

 


Tuve la suerte de descubrir la poesía de Rafael Cadenas a la vez que su persona, o mejor dicho: su voz, su presencia. Fue en Londres, hace casi veinte años, en un pequeño encuentro de poetas de lengua española organizado por la Universidad de Westminster. Recuerdo que su lectura vino precedida por el recital caudaloso y enfático de un poeta ecuatoriano del que solo recuerdo su homenaje inaugural a la figura de Bolívar y su aversión manifiesta a dejar el estrado. El contraste no podía ser más vivo: Cadenas se plantó delante del micrófono y procedió a leer con laconismo, en voz que parecía más baja y más titubeante de lo que era en realidad, algunos de los poemas que había dado a conocer años antes –en 1992– con el título de Gestiones. Fue una revelación. Poco después, leyendo sus «Anotaciones», reconocí de inmediato al poeta de aquella tarde londinense: «Casi siempre al ponerme a escribir, balbuceo; eso es mi literatura últimamente, y no me siento mal en el seno de esta pobreza». O lo que es lo mismo, dicho a modo de sentencia: «El poeta moderno habla desde la inseguridad». Más que inseguridad, lo que uno percibía en aquel poeta era malestar, un cierto desagrado. Y lo curioso y paradójico de ese malestar es que resultaba persuasivo justamente porque no era consciente de serlo. Uno se veía envuelto de pronto en un clima hecho a partes iguales de contención y reticencia, de humildad y candor. La voz y la presencia eran de una pieza, tal para cual, y decían palabras con dificultad, como venciendo una gran resistencia interna. Podría decirse, exagerando un poco, que Cadenas se hizo oír por el difícil método de hacerse casi inaudible.

 

Durante un tiempo hube de conformarme con la docena de poemas suyos que se incluían en un cuaderno no venal impreso con motivo de la lectura. Poemas que leí y releí hasta sabérmelos de memoria. Uno o dos años más tarde, la antología editada por Ana Nuño en Visor (2000) confirmó aquella impresión primera. El acceso a una selección amplia y ordenada de esta obra me permitió profundizar en la comprensión de un trabajo literario cuya trascendencia reside precisamente en que se sitúa, o quiere situarse, fuera del espacio de lo meramente literario. Quiero decir: de lo literario como técnica y oficio de expertos, de especialistas; de lo literario como un campo de las bellas artes que se puede dominar o explotar. La poesía, para Cadenas, tiene que ver con la vida. Y más específicamente: con la búsqueda afanosa, incansable, de un suelo sapiencial que permita salvar la brecha que las palabras y la conciencia han abierto en nuestra relación con la vida. Cadenas pertenece, así pues, a la rara estirpe de los poetas moralistas. Rara en sentido literal, pues no abunda en nuestra tradición, tan dada hasta hace bien poco al exhibicionismo retórico y la falacia sentimental. Pero rara también en un sentido más hondo, pues condena al poeta a una relación espinosa, contradictoria, conflictiva, con su herramienta principal de trabajo: las palabras. Y es que la poesía parece presuponer de suyo –está en su naturaleza, por así decirlo– una visión idolátrica del lenguaje, una deificación de las palabras. Pero no puede quedarse ahí si quiere ser algo más que un objeto bello, si quiere y tiene algo que decir sobre la vida. El poeta en el sentido encarnado por Cadenas ama la poesía, se ha educado en ella, guarda con las palabras una relación apasionada que sigue deparando instantes de iluminación, de intensidad lúcida, pero sospecha asimismo que las verdades de la sabiduría verdadera, la que hace habitable el mundo y deseable la existencia, ni se dicen del todo con palabras ni pueden atraparse con esos artefactos verbales que llamamos poemas. ¿Cómo podrían decirse con palabras, si ellas son justamente fruto y testimonio de la escisión primera, si son el idioma de esa conciencia de nosotros que nos convierte en espectadores y vigilantes de nuestra propia vida?

 

Esta condición centáurica del poeta moralista es la fuente de su malestar, de ese disgusto íntimo que uno percibía en aquella vieja lectura londinense. Y es un disgusto que Cadenas ha razonado impecablemente en sus ensayos y aforismos. Una prosa crítica, por lo demás, que a menudo ha tomado la forma del fragmento y la anotación, avecindándose así a la poesía, a los ritmos y texturas del habla personal que sustenta su poesía. Y es que ahí precisamente, en el apego al habla, en la gestualidad del enunciado, es por donde Cadenas encontró la salida a su impasse. Como ha escrito él mismo, «me interesa más expresarme que componer, y uno puede expresarse en tantas formas». La poesía es el testimonio de un decir difícil, a duras penas, de un hablar que se cumple muy cerca de la boca y los pulmones. «En cuanto a hablar, je suis si lent. Mis pausas son largas, imposibles para los rápidos». Regreso a ese musitar en el que Cadenas cifra su escritura. Esa pobreza deliberada. Sus poemas oscilan entre la cualidad del apunte más o menos espontáneo, pespunteado al calor del momento, y lo que se forma por agregación, pasivamente, lo que se gesta largo tiempo y aflora ya hecho, envuelto de sí mismo. Decía José Ángel Valente, poeta con el que Cadenas guarda cierta afinidad, que «en realidad, el poema no se escribe, se alumbra», y también que «la palabra poética ha de ser ante todo percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su repentina aparición» (Cómo se pinta un dragón). Son palabras que me parecen aplicables a muchos tramos de esta poesía, con la diferencia de que en Cadenas siempre hay un suelo cordial y un afán expresivo que secan de raíz toda tentación fetichista. Por algo ha expresado nuestro autor que «soy prosa, vivo en la prosa, hablo prosa» y que «la poesía está allí, no en otra parte». Pero es –o era– una prosa vuelta sobre sí misma, matérica, llena de grumos y también de silencios, de cambios de sentido y cortes repentinos. Una prosa que la tijera de la elipsis modela en forma de poema.

 

Sus dos libros más recientes, y en concreto este que hoy llega a nosotros, En torno a Basho y otros asuntos, han traído consigo un nuevo tono, más suelto, más relajado, quizá también más optimista en cuanto a la capacidad de la poesía para saber algo del mundo… y de quienes lo habitan. El viejo rigor alerta sigue ahí, sobre todo en poemas que denuncian oblicua o astutamente –sin entrar a un trapo capaz de envilecer sus propias palabras, pues sabe muy bien que «reñir ya es perder»– la degradación del lenguaje en manos de los nuevos demagogos. Sin embargo, me parece que poemas como los dedicados a Marco Aurelio («A un querido emperador»), Hölderlin o Anna Ajmátova habrían sido impensables hace veinte o treinta años. En el primer caso, por su extensión y fluidez, entre el retrato y el apunte ensayístico. Pero también, en los demás, por el modo en que el lenguaje se ha ido aligerando y perdiendo su antigua tirantez, su densidad a veces impenetrable. La lección de la poesía oriental, explícita en el título y muy particularmente en el primer apartado del libro, ha sido decisiva. Una lección bien aprendida que permite sortear la trampa del yo exhibicionista y rasga el velo de Maia de la conciencia, de la percepción miope, demasiado apegadas al deseo y el afán de permanencia. Algo que ya estaba latente en aquella humildad incómoda con que el poeta leía en voz alta sus poemas y que ahora, en este libro, se plasma en un lenguaje de rara inmediatez y transparencia, poemas ágiles como las gotas que hace saltar la rana de Basho al zambullirse en el estanque y en los que Cadenas, por si fuera poco, nos revela una veta de humor insospechada con que soportar estoicamente el zumbido de las moscas idiotas del poder. Un balbuceo, en efecto. Pero acompañado por la sonrisa de la reconciliación.

 

 

[escrito para el homenaje a Rafael Cadenas celebrado en Casa de América el 30/5/2016 con motivo de la publicación en Pre-Textos de En torno a Basho y otros asuntos].


viernes, noviembre 04, 2022

no dejes el prado sin caballos

 

No se conocían personalmente y dudo que alguna vez se leyeran, aunque todo puede ser, y más en un mundo de cruces azarosos y clandestinos como es la poesía. Pero eran contemporáneos, compartían lecturas y contraseñas generacionales y fueron a morir casi a la vez, en un lapso de apenas tres días. Hablo del poeta español Miguel Suárez y del mexicano David Huerta. Los dos terminaron personificando una versión posible del poeta contemporáneo, una forma de ser y estar que era expresión de su personalidad, sin duda, pero también de unas circunstancias históricas que entraron con fuerza en su escritura y condicionaron su desarrollo. Si la muerte de Miguel Suárez fue el acto final de desaparición de alguien que había decidido hace mucho callar y apartarse del mundo, la de David Huerta, tan inesperada como notoria, tuvo mucho de salida del escenario justo cuando arrecian los aplausos.

 

Puede parecer extraño que los junte aquí, pero en mi conciencia de lector se me aparecen como caras de una misma moneda. El hecho de que alcanzaran (grosso modo) la mayoría de edad en 1968 los marcó política y estéticamente. Los dos se criaron muy jóvenes en el activismo político y la vanguardia artística (Rimbaud y el surrealismo, Eliot y Pound, Lezama y Hölderlin, el río magnético de la contracultura) y ampliaron estudios, más que en la universidad, en las charlas de bar y los debates a altas horas de la noche. Lo que el estéril tardofranquismo de provincias representó para Suárez, lo fue para Huerta la participación en el movimiento estudiantil de su país: «El 2 de octubre de ese año estaba entre la multitud que fue atacada a balazos por órdenes del gobierno: la tragedia mexicana conocida como la Matanza de Tlatelolco. Esa experiencia marcó, a partir de entonces, toda mi vida».

 

Ahí se acaban tal vez las semejanzas. Nacido en 1951, Miguel Suárez fue un poeta de publicación tardía y hasta 1986 no vio editado su primer libro, De entrada. Dos años después obtuvo el Premio Hiperión con La perseverancia del desaparecido, título que pronto cobró un aire profético. Doy fe de que para muchos de nosotros, jóvenes que entonces nos iniciábamos en la poesía, ese libro fue una lectura decisiva: allí la voz del sueño y el arrabal de Rimbaud se teñía de penumbras góticas cortesía de Holan: «Árbol negro / Con pestañas de final de invierno / resinas ya una estrella». Así también el ejemplo –el recuerdo– de Aníbal Núñez, a quien Suárez dedicaba toda una sección («Albor de Aníbal Núñez») y del que heredó, se diría, una forma de no estar en el mundo, un gusto silvestre por el desmarque y la ocultación. Hay en ese libro páginas que siguen clavadas en el recuerdo, como «Dedicatoria» o el breve poema sin título que lo cerraba: «Es un hecho común que todos hemos muerto / alguna vez. / Por eso vamos al paso. / Alzamos la lámpara mientras un sol cae […]».

 

Con la aparición de La voz del cuidado (1994) en Ave del Paraíso, la editorial de José-Miguel Ullán, Miguel Suárez pareció retirarse de la escritura. Todavía vieron la luz dos libros más, que juntaban su trabajo de los años setenta y ochenta. Eso no le impidió ejercer una labor modélica como director de la colección de poesía de la editorial Icaria, como antes había participado en el trabajo de revistas legendarias como Un ángel más o El signo del gorrión. Pero el cambio de siglo fue testigo de su desaparición gradual, una lejanía desengañada que pronto se volvió irreparable.

 

Quiere el azar que también 1994 fuera una línea divisoria en la vida de David Huerta, el año en que, como dice en el poema «Lustro», «me incliné por última vez / hacia los ateridos umbrales del trasmundo […] mientras el vaso recorría / la mano que lo empuñaba». Hasta entonces, la ebriedad había sido un don electrizante que había impulsado la escritura, entre otros, de Incurable (1987), poema monumental del que Huerta se enorgullecía y recelaba a partes iguales. La pulsión barroca de su escritura tomó entonces un cauce más templado y reflexivo, también más abierto a la riqueza luminosa del mundo. Cuando lo conocí, David era un abstemio que no abdicaba del licor de las palabras. Y un maestro activo, vital. Siempre lo recordaré visitando la Alhambra mientras nos recitaba versos y pasajes de los poemas arábigo-andaluces en la versión de Emilio García Gómez. Su muerte nos deja bruscamente huérfanos. Y pienso desolado que ya no cumplirá su sueño, como dejó escrito, «de visitar la tumba de don Luis de Góngora en la catedral-mezquita de Córdoba».

 

 


lunes, septiembre 05, 2022

el canto de los ríos esta mañana

 

 

 

Raúl Zurita, Mi dios no ve, edición de Héctor Hernández Montesinos, Madrid, Vaso Roto, 2022, 300 páginas.

 

 

Una idea se reitera a lo largo de este libro de Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950), y es que la existencia de un solo desaparecido, uno solo, nos condena a todos a ser supervivientes. Esa «sobrevivencia» puede tener dos acepciones, una –inmediata– como perduración y resto doliente de una catástrofe anterior, y la segunda como ese «exceso» de vida que, según se explica en los fragmentos de entrevistas que integran Un mar de piedras (2018), toma la forma del amor y el arte: «La poesía siempre está sobrepasada en su intento descomunal por preservar a los humanos de toda esa violencia, de todo ese daño, pero persiste en la apuesta por la fraternidad». Esa es la apuesta que ha guiado –no sin torsiones ni violencias explícitas– la obra del escritor chileno desde Purgatorio (1979), donde arrancan con pasmosa rotundidad las líneas maestras de un decir que es un personaje que es un paisaje: Chile, los Andes («lejos, en esas perdidas cordilleras de Chile»), el océano, el desierto de Atacama…

 

El 11 de septiembre de 1973 es un parteaguas en la vida de Zurita, como lo fue para tantos. Los años de aprendizaje coinciden con los años de la represión y el genocidio, los más feroces de la dictadura, y esto le lleva a un estado de tensión casi histérica que se plasma en las acciones que realiza sobre su cuerpo (la quemadura en la mejilla cuya cicatriz protagoniza la cubierta de Purgatorio, el intento por suerte fallido de cegarse con amoníaco). Es como si la desaparición de los cuerpos de los represaliados hubiera despertado en el poeta la necesidad compensatoria de volver sobre su propio cuerpo y escribir sobre él, vulnerarlo. Pero el cuerpo no basta: poco después tiene lugar su célebre intervención sobre el cielo de Queens, en Nueva York, en la que cinco aviones trazan con humo blanco las quince frases de «Escrito en el cielo». Un impulso que madura en la frase («ni pena ni miedo») tallada en 1993 en el Desierto de Atacama: mezcla emocionante de memorial y nuevas líneas de Nazca.

 

Detrás de todos estos proyectos está el deseo manifiesto de Zurita de restituir la vida a la poesía, esto es, de crear «una obra que desde la literatura se cumpla en la vida y no en la literatura, o no allí solamente». Frente a la imagen mallarmeana de la página del libro como «anverso del cielo estrellado», lo que hace nuestro poeta es literalmente «escribir en el cielo» bajo «la maravillosa exaltación de las estrellas de luz, de las estrellas verdaderas». Su linaje es el de los grandes épicos, de Whitman, Neruda o Saint-John Perse para atrás, hasta la semilla fecunda de la Ilíada y ciertos libros de la Biblia (Job, Ezequiel, los Evangelios). El tono puede ser burlón o teñirse de oralidad, pero todo sucede contra un fondo mítico, un paisaje de cordilleras y desiertos y cielos que se rajan y mares que se elevan. No hay cortes entre la dicción impetuosa de sus grandes libros (La vida nueva, Zurita) y el sabio minimalismo de sus intervenciones: todo forma parte de un mismo aliento, el deseo de cantar con el diafragma, desde el centro mismo del cuerpo, sin fingimientos ni peajes retóricos.

 

Entre los materiales que articulan esta selección destacan por derecho propio sus versiones de tres monólogos de Hamlet (incluyendo el célebre «To be or not to be»…) y del canto V del Infierno, que culmina con la trágica historia de Paolo y Francesca: un nuevo homenaje a Dante que se remonta a la niñez («no sé si aprendí a hablar primero el italiano o el español») y a los cuentos germinales de la abuela.

 

Mi dios no ve es lo que los editores anglosajones suelen llamar «a reader», una antología que nos invita a bucear cronológicamente en la totalidad de la obra: prosa, verso, ensayo, entrevistas… Su editor, Héctor Hernández Montesinos, ha tenido el acierto de incluir textos autobiográficos y ensayos como «Que renazca la muerta poesía» y «Walt Whitman, camarada nuestro» –lección magistral sobre el acto de leer y el malentendido trágico que entraña–, así como imágenes ilustrativas que lo convierten en un volumen de obligada consulta. Lástima que entre las «Referencias» no aparezcan las ediciones que contribuyeron, hace más de una década, a recuperar al poeta en nuestro país, como Cuadernos de guerra (Amargord) o el colosal Zurita publicado por Delirio. Pero el libro es todo él un regalo para los lectores: foto de gran angular de una obra que sigue abierta porque sigue mirando hacia el futuro.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 2 de septiembre de 2022.

 

 

 


jueves, agosto 04, 2022

maneras de llegar por el camino más largo

 


 

 

Diane Wakoski, Esperando al Rey de España, edición bilingüe, traducción y prólogo de Eduardo Moga, Madrid, Bartleby Editores, 2022.

 

 

Aunque publicó su primer poemario en 1962 (en Hawk’s Well Press, la editorial del gran Jerome Rothenberg), la californiana Diane Wakoski (1937) es un fruto peculiar del clima de indagación y libertad que caracterizó la poesía norteamericana durante la década de 1970. Alientan en su trabajo, como poco, tres influjos simultáneos: el de la escuela confesional a lo Anne Sexton o Robert Lowell, de la que rechaza su afán por epatar y su exhibicionismo; el de la poesía de la «imagen profunda» del propio Rothenberg y el primer Robert Bly; y el de la poesía beat, con la que coincide en el tiempo y que es una lección de vitalidad y rebeldía calculada.

 

Esperando al Rey de España, publicado originalmente en 1976, es un modelo a escala de toda su obra: una poesía discursiva, incluso narrativa, de evidente vocación autobiográfica; una poesía de personajes, muchas veces ficticios –Harry Moon, el «Rey de España» del título– o históricos, como un George Washington que salta de libro en libro y es el emblema, aquí, de la autoridad arquetípica; una poesía de imágenes, regida por la lógica de la metáfora; y, en fin, una poesía amorosa que no renuncia a la ironía, el humor en defensa propia o la visión crítica de la realidad.

 

Es revelador que una de las figuras que comparecen en este libro sea Federico García Lorca, invocado como fetiche y símbolo perdurable de libertad poética y vital: «Las rosas cubrían el pecho de Lorca […] En mi boca había rosas en lugar de palabras».

 

La escritura de Wakoski en este libro suele ser divagatoria, de largo aliento, como si el merodeo constante (el vaivén entre anécdota vital, metáfora y diálogo con los personajes) fuera un principio estructural. Lo ha dicho ella misma: «la naturaleza de la música [poética] exige que escuchemos todas las digresiones». Eduardo Moga, a quien debemos el conocimiento de esta obra, la traduce con su maestría habitual: «un nombre nunca me basta, pues muy joven aprendí que los nombres lo son todo».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 29 de julio de 2022.

 

 


 

lunes, agosto 01, 2022

incursiones en un pasado que nunca se fue

 


 

 

Ada Salas, Arqueologías, Valencia, Pre-Textos, 2022, 100 págs.

 

 

Es una fortuna ser contemporáneo de Ada Salas (Cáceres, 1965) y asistir en primera línea al desarrollo de una poesía que no deja de crecer y ramificarse y que cada poco, con puntual regularidad, nos acerca una muestra cabal de sus virtudes. Desde Esto no es el silencio (2008), y con un jalón decisivo en Limbo y otros poemas (2013), la escritura de Salas se ha movido fuera del minimalismo estricto de sus inicios para sondear el mundo y mancharse con sus texturas, sus accidentes. El poema-nudo se ha ido desovillando con los años, volviéndose más locuaz, más explícito, y ahora es un poema-filamento que se descuelga sin prisa, con una cadencia ensimismada que de pronto se resuelve en quiebro, en latigazo. El movimiento de los versos se parece al zigzag de las gotas de lluvia que bajan por el cristal de una ventana y aceleran de pronto al atrapar nuevas gotas. El rigor métrico convive con la inventiva formal –en forma de encabalgamientos, anáforas, aposiciones y elisiones sintácticas– para crear un tono, un decir propio que es uno de los placeres inmediatos de esta poesía.

 

Buena parte de Arqueologías se escribió antes o a la par que Descendimiento (2018), su predecesor, que dialogaba con el cuadro homónimo de Rogier van der Weyden para sanar una mente y un corazón trastornados. Las piezas de este nuevo libro insisten en la idea de descenso, de catábasis, de ingreso en «lo oscuro» (la frase reaparece una y otra vez), pero ahora el correlato es el ámbito de los yacimientos arqueológicos y sus hallazgos, sus tesoros, que protagonizan o dan título a muchos poemas: «Cuenco», «Diadema», «Vasija», «Sortija», etc. Dividido en dos secciones más o menos simétricas, «Antiquarium» y «Civitas», con un poema suelto a modo de introducción, este libro está obsesionado con lo oculto, lo que vive bajo tierra, lo que es exhumado y vuelve a la luz. Pero esta realidad material lo es también temporal: se trata de restos y objetos del pasado, presencias («instantes») que hablan de un tiempo que ya no es pero que sigue existiendo a través de ellos; y nos interpela.

 

Toda la escritura última de Ada Salas toma la forma del soliloquio, de un diálogo con ese «tú» –aprendido en Cernuda y en Valente, entre otros– que es uno mismo, pero que engloba al lector y lo vuelve oyente privilegiado de lo que ahí se dice. La naturaleza forzosamente teatral del soliloquio incluye apartes, momentos de duda o vacilación, acotaciones de orden ensayístico («La arqueología habla de los siglos como si fueran / tiempo. Como si hubiera en ellos / sucesión. Pero esos huesos eran un instante») y también, cada cierto tiempo, la exhalación del verso rotundo, sentencioso: «es preciso cantar / como si el mundo // comenzara de nuevo»; «No hay tumba más profunda que el propio / corazón»; «sólo es puro el silencio». Propio del soliloquio es también el fraseo insistente, la indagación tentativa, como si el poema fuera un rodeo, un merodeo, sin dejar de ser también el camino más corto.

 

Arqueologías se abre con el verbo «Acceder» y se cierra con la frase «un azul / que nunca has conocido». El viaje de este libro es, en última instancia, un viaje sanador, que salva la atracción por «lo oscuro» (una negrura magnética como en la cacería de Uccello) para llegar a ver la claridad celeste. Por el camino, la quema de rastrojos, las moras dulces de septiembre, el tacto del trébol: formas de la reconciliación.

 

Muchos de los poemas de Arqueologías son meditaciones sobre el objeto: su don prodigioso para evocar el pasado y así alterar el presente. Otros, como «Moras», «Tiempo» o los trípticos «Pájaros», «La espina» y «Orión» (hermosa elegía al padre), son epifanías, escenas del pasado que exploran el vínculo con la naturaleza y buscan, una vez más, curar la herida del tiempo. Pero Salas deja lo mejor para el final, esto es, los poemas que cierran cada una de las dos secciones del libro y que son la cara y cruz de una misma moneda. Si «Tuffatore» vuelve a dar voz, después de Montale y Valente, al saltador pintado en una tumba de Paestum, «Bañista» es la evocación de un momento íntimo: un baño al amanecer. El primer poema es la cruz mítica y acaba con la muerte de su protagonista («creo / que no quise / despertar de esa noche»); el segundo, más personal, es su reverso afirmativo: el baño como trance purgativo y oportunidad de recomienzo. Tal vez la salvación no esté tan lejos, después de todo.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 22 de julio de 2022.

 

 

 


 

Aljibe

 

En medio de la tierra algo se abre.

Una rama en el mármol te recibe

viajero. Una rama. La gracia.

El brillo

de algún pez.

 

El reflejo más puro.

 

Un agua densa inmóvil un cuerpo

transparencia.

 

Tú quieres estar viva en esa nada.